sábado, 10 de diciembre de 2011

VIEJOS Y NUEVOS PROBLEMAS: LA ECONOMÍA ESPAÑOLA EN LOS SIGLOS XIX Y XXI


Durante el siglo XIX la economía española era una economía todavía agraria (60% de la población activa ocupada en el campo), sin urbanizar excepto en Cataluña, con unos incipientes focos industrializadores en el textil del algodón catalán, la siderurgia vasca y, en menor media, el carbón asturiano. Nuestra red de transportes era deficitaria, el ferrocarril se desarrolló de un modo tardío a partir de la Ley de ferrocarriles de 1855 (en 1840 Inglaterra ya había superado los 3.600 km.), y mientras concentrábamos nuestros esfuerzos en el desarrollo del ferrocarril nos olvidábamos de la red de transporte secundario (carreteras) y dejábamos sin acceso a las redes de comercio a amplios espacios de nuestra geografía. En el comercio exterior vivimos una integración muy escasa, más del 60% de nuestras exportaciones eran vino y minerales; según el historiador Jordi Nadal éramos el paraíso de los metales no ferrosos. Nos situábamos como el segundo productor mundial de cobre fino después de Estados Unidos, el primer exportador de hierro y producíamos el 20% del total de plomo en barras. Pero como en un país subdesarrollado, casi toda la inversión de nuestras minas estaba en manos extranjeras. La mayor empresa minera de la actualidad se llama Minas de Río Tinto, emplea a 70.000 personas en todo el mundo, ingresa más de 60.000 millones de dólares al año y cuenta con 15.000 millones de beneficio neto. Su nombre es en honor de la mayor mina de cobre de la historia, explotada desde el siglo VII a. C. (época fenicia) hasta el siglo XX, siendo la que mayor volumen de tierra ha removido en la historia, y se encuentra en la provincia de Huelva; pero ¿por qué esa empresa no es española, sino inglesa? Porque dicha mina fue vendida a una empresa británica en 1870. ¿A qué se debe esta circunstancia?

A que los dos grandes hitos legislativos del liberalismo español en el siglo XIX beneficiaron al capital extranjero:

1) Ley de Ferrocarriles de 1855 construyó 3.600 km. de vías férreas pero a diferencia del resto de Europa, ésta no sirvió para estimular la demanda siderúrgica nacional. El principal beneficiario de estas inversiones fueron las ferrerías francesas que después de desarrollar su tendido ferroviario encontraron una vía de negocio en el español. Además el ancho de vía (1,67 m.) favorecía un mayor consumo de hierro y en nada beneficiaba nuestras relaciones comerciales con los países vecinos. Esta ley acabó con los primeros intentos de desarrollo de una industria siderúrgica nacional que se habían localizado en el Principado de Asturias. Tuvimos que esperar a la década de 1880, cuando el convertidor Bessemer aumentó la pureza de hierro necesario y redujo a una décima parte el consumo de carbón, para iniciar de un modo sólido la historia de la industria pesada en nuestro país. Pero una vez más fue con capital británico y coke inglés, cuyos retornos reducían el coste de los fletes marinos, es decir, el hierro de Somorrostro se cargaba en Bilbao dirección a Cardiff y volvía con carbón galés, así los barcos no perdían ningún viaje.

2) Ley de Minas de 1868 obra del Sexenio Democrático, como la Ley de Ferrocarriles lo había sido del Bienio Progresista; ambas, por tanto, inspiradas en el más puro liberalismo que pudo desarrollar este país. Esta ley privatizó el subsuelo español. A cambio del pago de un canon, cualquier inversor, independientemente de su nacionalidad, pudo invertir y beneficiarse de la riqueza del subsuelo español. Así los ingleses se hicieron con el cobre y el hierro, los franceses con el plomo y los belgas con el zinc. España se convirtió durante la Segunda Revolución Industrial en un país casi tercermundista que dependía de la inversión y tecnología extranjera y sólo era capaz de exportar materias primas, en ningún caso utilizó la riqueza del subsuelo para su propio desarrollo.

La pregunta que nos hacemos es: ¿por qué la industria española no se benefició de las riquezas de su subsuelo ni del primer gran plan inversor en obras públicas de nuestra historia? La respuesta es sencilla: porque durante todo el siglo XIX España mantuvo un déficit y deuda crónica. Con la pérdida de las colonias americanas durante el reinado de Fernando VII, el Estado perdió el 40% de sus ingresos fiscales y tuvo que esperar hasta la Reforma de Alejandro Mon (1845) para hacer frente a una reforma fiscal que supliera esa pérdida. Pero esta reforma no sólo mantuvo el problema de la deuda, sino que favoreció que la Restauración se convirtiese en un modelo político corrupto y aumentó las desigualdades sociales y la conflictividad social en nuestro medio rural. Esto se produjo porque centró la recaudación sobre los productos de primera necesidad, mediante el impuesto de consumos y sobre el campesinado al gravar la producción agraria mediante la denominada contribución territorial. Este sistema fiscal fue el mejor ejemplo de unas clases altas que se desvincularon de la suerte de nuestra economía y hacienda, ya que la contribución territorial se llevó a cabo sin un catastro y además los terratenientes o campesinos más acomodados constituidos en Juntas de Notables establecían el reparto del impuesto en los famosos amillaramientos, meras listas recaudatorias. Estas listas sobrecargaban con impuestos a los vecinos de peor posición económica, eran utilizadas como instrumento del caciquismo al reducir la carga a los campesinos que se sometiesen a su control social y mantenían al margen del fisco a más del 50% de la propiedad rural.

Este sistema fiscal se mostró especialmente vulnerable en momentos de inestabilidad política, como el Sexenio Democrático, que elevó la deuda española a un 126% de su PIB. Esta deuda tan elevada fue la respuesta de los beneficios que consiguió el capital extranjero en la explotación de nuestros recursos. La Ley que liberaliza, privatiza y deja en manos del capital extranjero el subsuelo español es del mismo período político en que España alcanza su máximo endeudamiento. Pero es que, además, la deuda del Estado provocaba que el Banco de San Carlos (1782), refundado en Banco de San Fernando (1829) y que en 1854 pasó a denominarse Banco de España y a tener el monopolio en la emisión de moneda, nunca estimuló en España el desarrollo del comercio y la industria, su única preocupación era la gestión de la deuda del Estado y poder prestarle a éste. Lo mismo sucedió con la Bolsa de Madrid, creada a partir del Código de Comercio de 1829, donde hasta finales del siglo XIX se negociaba más renta fija que variable, es decir, se negociaba la deuda del Estado y no de las empresas. La necesidad de amortizar deuda por parte del Estado también frustró la posibilidad de que la Desamortización de Mendizábal de 1837 y la de Madoz de 1855 creasen un numeroso campesinado medio que asentase al régimen liberal, como sucedió en Francia, porque el interés del Estado era conseguir recursos para pagar las guerras carlistas y su programa de obras públicas.

En resumen, la ausencia de unas élites económicas responsables, que contribuyesen en el siglo XIX al sostenimiento del Estado liberal, frustraron el proceso desamortizador en España, la creación de un sistema financiero saneado que impulsase el desarrollo industrial y comercial y, por último, a diferencia de otros países tuvimos que esperar a coger el tren de la industrialización porque nuestros recursos fueron literalmente saqueados por un capital extranjero que controlaba la deuda y las decisiones del Estado. Una reforma fiscal eficiente que consolidase los ingresos del Estado hubiera hecho mucho más por el Estado liberal que todos los pronunciamientos militares que lo intentaron impulsar.

El problema de esta exposición es que 150 años después, la historia económica de España parece volver a la casilla de salida. Durante los años posteriores a la Transición, el crecimiento económico de los años 80 y 90 llevó, incluso, a un grupo de historiadores económicos a replantearse la tesis de Jordi Nadal sobre el fracaso de la revolución industrial en España. Esto se basó en un cambio metodológico que amplió nuestro marco comparativo a Italia, Grecia y Portugal, de la que salíamos más favorecidos que de una mera comparación con Francia e Inglaterra. Actualmente, si nos comparamos con los países mediterráneos, nuestra crisis de la deuda parece más relativa, pero yo más bien me inclino por una mayor vigencia de la tesis de Nadal (1975), recogiendo sus palabras, nos encontramos con un “fracaso” del Estado español ante el problema de la deuda. Las causas son las mismas que en el siglo XIX, unas élites económicas que están volviendo a desvincularse de las clases bajas y medias y no quieren pagar la parte que les corresponde, situando nuestros recursos, de nuevo, en el objetivo de unos acreedores extranjeros que son insensibles a las necesidades de crecimiento económico y desarrollo social en nuestro país. No olvidemos que Europa nos exige reducir el déficit pero, de momento, no nos han dicho nada de cómo hacerlo.