Decía Montesquieu en el Espíritu
de las leyes (1748) que: el poder
tiene que contener al poder, es decir, el poder no puede ser absoluto; los
poderes ejecutivo, legislativo y judicial deben ser autónomos y enfrentados, vigilándose
los unos a los otros en relación con la parcela de actuación que se les ha
asignado, la de hacer las leyes, poner los medios para su desarrollo o juzgar a
los ciudadanos de acuerdo a ellas. El conjunto de regímenes políticos modernos
que se han venido desarrollando desde entonces buscan su legitimación mostrando
dicho equilibrio de poderes, sobre todo nuestros regímenes parlamentarios o
democracias occidentales. En la práctica la preeminencia del ejecutivo suele
someter al resto de poderes y la soberanía nacional, concepto acuñado por otro
ilustrado francés, se restringe al voto que los ciudadanos depositan en las
urnas cada cuatro años en las elecciones. Al menos éste es el sistema que rige
en nuestro país. Un poder ejecutivo tan omnímodo que cuando disfruta, por
delegación ciudadana, de una mayoría absoluta en el Congreso extiende sus
tentáculos a la Fiscalía General del Estado, al Tribunal Constitucional y otras
instituciones en cuya función originaria estaría precisamente la defensa de los
ciudadanos frente a esa mayoría absoluta, que actualmente convierte al PP en una especie de monarquía
absoluta de origen divino durante, al menos, cuatro años. Esta disfunción en
nuestra democracia sería suficiente para que los españoles nos replanteásemos
el equilibrio de poderes que nos dimos con la Constitución de 1978 y que, vista
su aplicación práctica ha favorecido el desarrollo de la corrupción en nuestro
país de un modo desolador. Sustantivos como Bárcenas, Noós, Gurtel, EREs, Malaya,
etc. han convertido el discurso de
nuestra democracia en un auténtico dramón castizo que, cada día, se acerca más
a una película de terror para el ciudadano, sobre todo porque no parece tener
fin.
¿Cómo finalizar con este modelo político que ha saqueado en
beneficio de unos pocos nuestro crédito público y privado? La respuesta sería
sencilla si estuviese solo en la reforma constitucional que hiciese efectivo el
equilibrio de poderes, algo que, por
otro lado, considero necesario. Los jueces tendrían una mayor
independencia de criterio, algo siempre deseable en democracia, lo mismo que el
Parlamento, y ambos podrían moderar, como sucede en Inglaterra, los excesos del
ejecutivo. Un ejemplo sería la dimisión del ministro inglés de energía Chris
Huhne por ocultar una multa de tráfico
por exceso de velocidad. No me puedo ni imaginar la cara de incredulidad de
muchos políticos españoles al leer esta noticia en la prensa hace ya cerca de
un año. Tampoco me puedo imaginar la impotencia de los parlamentarios españoles
cuando se enteraron de que el parlamento británico, donde tiene mayoría el
gobierno conservador, rechazó por 285 votos a favor (entre ellos diputados
tories del primer ministro Cameron) frente a 272 en contra una rápida
intervención militar en Siria a finales de agosto de este año. En resumen, una
democracia más madura, con instituciones independientes unas de otras, sin
lugar a dudas mejoraría nuestra salud democrática. Pero ¿qué pasa cuando uno
tiene la intuición de que ni siquiera bajo ese supuesto se hubieran evitado muchas
formas de corrupción en nuestro país? ¿Qué pasa cuando los ciudadanos con su
voto, una vez y otra vez, validan con mayorías absolutas un gobierno de
corruptos? En Valencia en las elecciones autonómicas de 2011 el PP obtuvo 55
escaños frente a los 54 que había conquistado en 2007, estando la mayoría
absoluta en 50. Es decir, por acción u omisión, los votantes expresaron su
acuerdo con la corrupción que les gobernaba. Su connivencia fue absoluta con un
Carlos Fabra que llegó a decir que un tribunal popular le había absuelto en las
elecciones, y también con el presidente Camps, por no nombrar al Bigotes y toda
la fauna que apareció en los medios de comunicación a raíz del caso Gürtel. ¿Qué reforma
constitucional deberíamos hacer para aquellos que consideran que al frente del espacio
público deben estar políticos corruptos? ¿Debemos dejar que la democracia, expresión
máxima de la soberanía nacional, se arrope bajo la bandera de una libertad que
todo lo permite y aprueba? ¿O tal vez, deberíamos recordarles lo que dice
nuestro Código Penal? Este en su artículo 176 establece: El que después de haberse cometido un delito, sin promesa anterior,
ayudare a alguien a eludir la acción de la justicia u omitiere denunciar el
hecho estando obligado a hacerlo, incurrirá en reclusión de seis meses a dos
años. ¿Hasta qué punto un votante debería ser considerado cómplice de la
misma corrupción al permitir con su voto que cargos públicos sigan
delinquiendo? Recordemos la definición del Delito de Comisión Por Omisión: hacer lo que no se debe, dejando de hacer lo
que se debe (…)alcanza resultado mediante una abstención. Obviamente para
que nuestra democracia no se corrompa más de lo que está necesita que el voto
sea secreto y salvaguardar el anonimato de quien lo ejerce o no, además de ser
una necesidad de la democracia y de la libertad misma el que podamos elegir
cualquier opción política que se nos presente; pero el ejercicio o no del
derecho al voto entraña una responsabilidad individual que, aunque no pueda ser
juzgado por el código penal, debería ser, al menos, consultado a nuestra más
íntima conciencia y bajo un constante ejercicio de responsabilidad. No
esperemos que otros resuelvan lo que podemos hacer nosotros.