martes, 8 de octubre de 2013

¿DEBERÍA SER JUZGADO EL VOTANTE POR SU VOTO?



Decía Montesquieu en el Espíritu de las leyes (1748) que: el poder tiene que contener al poder, es decir, el poder no puede ser absoluto; los poderes ejecutivo, legislativo y judicial deben ser autónomos y enfrentados, vigilándose los unos a los otros en relación con la parcela de actuación que se les ha asignado, la de hacer las leyes, poner los medios para su desarrollo o juzgar a los ciudadanos de acuerdo a ellas. El conjunto de regímenes políticos modernos que se han venido desarrollando desde entonces buscan su legitimación mostrando dicho equilibrio de poderes, sobre todo nuestros regímenes parlamentarios o democracias occidentales. En la práctica la preeminencia del ejecutivo suele someter al resto de poderes y la soberanía nacional, concepto acuñado por otro ilustrado francés, se restringe al voto que los ciudadanos depositan en las urnas cada cuatro años en las elecciones. Al menos éste es el sistema que rige en nuestro país. Un poder ejecutivo tan omnímodo que cuando disfruta, por delegación ciudadana, de una mayoría absoluta en el Congreso extiende sus tentáculos a la Fiscalía General del Estado,  al Tribunal Constitucional y otras instituciones en cuya función originaria estaría precisamente la defensa de los ciudadanos frente a esa mayoría absoluta, que actualmente  convierte al PP en una especie de monarquía absoluta de origen divino durante, al menos, cuatro años. Esta disfunción en nuestra democracia sería suficiente para que los españoles nos replanteásemos el equilibrio de poderes que nos dimos con la Constitución de 1978 y que, vista su aplicación práctica ha favorecido el desarrollo de la corrupción en nuestro país de un modo desolador. Sustantivos como Bárcenas, Noós, Gurtel, EREs, Malaya, etc. han convertido  el discurso de nuestra democracia en un auténtico dramón castizo que, cada día, se acerca más a una película de terror para el ciudadano, sobre todo porque no parece tener fin.

¿Cómo finalizar con este modelo político que ha saqueado en beneficio de unos pocos nuestro crédito público y privado? La respuesta sería sencilla si estuviese solo en la reforma constitucional que hiciese efectivo el equilibrio de poderes, algo que, por  otro lado, considero necesario. Los jueces tendrían una mayor independencia de criterio, algo siempre deseable en democracia, lo mismo que el Parlamento, y ambos podrían moderar, como sucede en Inglaterra, los excesos del ejecutivo. Un ejemplo sería la dimisión del ministro inglés de energía Chris Huhne  por ocultar una multa de tráfico por exceso de velocidad. No me puedo ni imaginar la cara de incredulidad de muchos políticos españoles al leer esta noticia en la prensa hace ya cerca de un año. Tampoco me puedo imaginar la impotencia de los parlamentarios españoles cuando se enteraron de que el parlamento británico, donde tiene mayoría el gobierno conservador, rechazó por 285 votos a favor (entre ellos diputados tories del primer ministro Cameron) frente a 272 en contra una rápida intervención militar en Siria a finales de agosto de este año. En resumen, una democracia más madura, con instituciones independientes unas de otras, sin lugar a dudas mejoraría nuestra salud democrática. Pero ¿qué pasa cuando uno tiene la intuición de que ni siquiera bajo ese supuesto se hubieran evitado muchas formas de corrupción en nuestro país? ¿Qué pasa cuando los ciudadanos con su voto, una vez y otra vez, validan con mayorías absolutas un gobierno de corruptos? En Valencia en las elecciones autonómicas de 2011 el PP obtuvo 55 escaños frente a los 54 que había conquistado en 2007, estando la mayoría absoluta en 50. Es decir, por acción u omisión, los votantes expresaron su acuerdo con la corrupción que les gobernaba. Su connivencia fue absoluta con un Carlos Fabra que llegó a decir que un tribunal popular le había absuelto en las elecciones, y también con el presidente Camps, por no nombrar al Bigotes y toda la fauna que apareció en los medios de comunicación  a raíz del caso Gürtel. ¿Qué reforma constitucional deberíamos hacer para aquellos que consideran que al frente del espacio público deben estar políticos corruptos? ¿Debemos dejar que la democracia, expresión máxima de la soberanía nacional, se arrope bajo la bandera de una libertad que todo lo permite y aprueba? ¿O tal vez, deberíamos recordarles lo que dice nuestro Código Penal? Este en su artículo 176 establece: El que después de haberse cometido un delito, sin promesa anterior, ayudare a alguien a eludir la acción de la justicia u omitiere denunciar el hecho estando obligado a hacerlo, incurrirá en reclusión de seis meses a dos años. ¿Hasta qué punto un votante debería ser considerado cómplice de la misma corrupción al permitir con su voto que cargos públicos sigan delinquiendo? Recordemos la definición del Delito de Comisión Por Omisión: hacer lo que no se debe, dejando de hacer lo que se debe (…)alcanza resultado mediante una abstención. Obviamente para que nuestra democracia no se corrompa más de lo que está necesita que el voto sea secreto y salvaguardar el anonimato de quien lo ejerce o no, además de ser una necesidad de la democracia y de la libertad misma el que podamos elegir cualquier opción política que se nos presente; pero el ejercicio o no del derecho al voto entraña una responsabilidad individual que, aunque no pueda ser juzgado por el código penal, debería ser, al menos, consultado a nuestra más íntima conciencia y bajo un constante ejercicio de responsabilidad. No esperemos que otros resuelvan lo que podemos hacer nosotros.