sábado, 16 de abril de 2011

¿POR QUÉ NECESITAMOS A TELEFÓNICA?



La edad contemporánea ha llenado de un extraño orgullo a los occidentales, sobre todo a partir del desarrollo del capitalismo global desde la década de los 70, cuando se empezó a gestar el modelo económico conocido como globalización. Desde entonces parece que la riqueza de las naciones ya no se mide en relación a su fortaleza militar, a los territorios conquistados o fetiches por el estilo; ni siquiera parece que se mida en relación al volumen de su PIB, renta per capita o bienestar de sus ciudadanos. Lo realmente importante, lo que parece dar lustre a nuestras naciones por encima de cualquier otra contingencia, son las multinacionales y su volumen de contratación en nuestras bolsas. Este hecho es el que parece que, actualmente, da más influencia geopolítica a una nación. Delante del nombre de Estados Unidos se sitúan los de Coca–cola, Ford, McDonalds, Marlboro; del de Japón, Mitshubisi, Sony o Toyota; y de Alemania Mercedes, Wolkswagen, Bayer, Thyssen, etc.

En estas nuevas relaciones de poder capitalistas España no parece sentirse cómoda, como ya sucediera en el pasado. Entre 1503 y 1643, es decir, entre la batalla de Ceriñola en Italia y la de Rocroi en Francia, la estrategia militar de los viejos tercios castellanos no perdió una batalla en campo europeo, el Imperio Español fue el más extenso de los que se conocieron en el mundo hasta el siglo XVI y nuestra capacidad “misionera” mantuvo al catolicismo como principal rama del cristianismo, pese a las reformas protestantes que llegaban del norte de Europa. En resumen, éramos buenos en la guerra, la expansión territorial, la exploración geográfica y la conversión de almas, pero…también en el siglo XVI, en palabras de Inmanuel Wallernstain, gracias a los descubrimientos de españoles y portugueses se creó el primer modelo mundial capitalista, y éste situó a España en la periferia, como mera intermediara del oro y plata americanos que alimentaban la incipiente industria italiana, flamenca e inglesa. Es decir, el primer modelo del capitalismo dejó a España en la decadencia por su incapacidad para hacer una asignación productiva de los recursos que “Dios” había puesto en sus manos; se dedicó al gasto militar y suntuario, un derroche que iba en contra de cualquier ética protestante.

En la actualidad el turismo, las remesas de la emigración, las multinacionales extranjeras, la entrada en la Comunidad Económica Europea en 1986 y, por qué no decirlo, la creación de un Estado fuerte según el modelo europeo, que creó ciertos monopolios públicos, han generado de nuevo cierta capitalización del país. Aunque de nuevo, como entonces, España se mostró como “un gigante con pies de barro”. Situación ésta que puede ser explicada a través del ejemplo de nuestra primera multinacional de servicios, Telefónica.

La Dictadura de Primo de Rivera recibió en 1924 la concesión de la patente de telefonía para el territorio español de la multinacional norteamericana ITT. Ésta operaba en situación de monopolio en el mercado español, pero no fue nacionalizada hasta 1945 durante la dictadura franquista. A partir de entonces Telefónica se mostraría como una empresa solvente, con 2450 millones de dólares de beneficios cuando inició su privatización en dos ofertas públicas de acciones en 1995 y 1999. No sólo fue solvente en el ámbito económico, sino que también ejerció de un modo eficaz su vocación de servicio público, al asumir el coste de llevar instalaciones de telefonía fija a cualquier rincón de nuestro país, sin dejar incomunicado a ningún español en caso de emergencia sanitaria o cualquier otra circunstancia. Como elemento final creo, dada la situación actual, que es destacable el que lo hiciera dando empleo fijo, estable y bien remunerado a 75.000 trabajadores en nuestro país.

El párrafo anterior, sin embargo, es historia pasada, el gobierno de José María Aznar y el Partido Popular (1996–2004) privatizaron las grandes empresas de servicios públicos, siendo éstas y no empresas que surgen del sector privado, tecnológico o industrial la imagen de las multinacionales españolas. En aquella época empresas como Telefónica, Endesa, Repsol, etc., parecía que eran las que nos situaban a la cabeza de la economía mundial, como octava potencia industrial del mundo.

Es cierto que los éxitos de Telefónica como multinacional son incontestables, sus ingresos se han situado en 60.737 millones de dólares (+7,1%), los beneficios alcanzan los 10.167 millones de dólares (+30.8%), es la quinta multinacional del sector de las comunicaciones con una amplia presencia en América Latina y en Europa. Pero la pregunta que yo me hago es: ¿qué beneficios reporta a nuestro país?

El primero podría ser el de situar bajo nuestra influencia geopolítica, de nuevo, el área económica de América Latina, aunque dado el escaso volumen de negocio de nuestro mercado interior, inferior ya en la actualidad y, más en perspectiva futura, a países como México o Brasil, parece que nuestras multinacionales sólo conservan de España su origen y consejo de administración. El principal país donde Telefónica va a invertir en los próximos años es Brasil, en torno a 10.400 millones de dólares. Esto no debería extrañarnos si tenemos en cuenta que el 43% de sus ingresos y el 59% de sus beneficios los obtiene de América Latina y que, además, es en esta región donde centra sus expectativas de crecimiento futuro. Esto quiere decir que Telefónica no puede ser ya un instrumento para extender la influencia geopolítica de España en América Latina, ya que esta multinacional estará más interesada en la buena marcha de las economías de esta región que en la del país que la fundó.

En segundo lugar, su privatización tampoco ha mejorado la calidad del servicio público de las telecomunicaciones. Por un lado, se han creado nuevos servicios dentro del campo de las telecomunicaciones (Internet, telefonía móvil, etc.) que, tras la privatización de Telefónica, no tienen por qué llegar preceptivamente a todos los puntos de nuestra geografía, marginando el desarrollo económico futuro de amplias regiones rurales de nuestro país, donde una empresa privada no va a ofertar un servicio cuyo coste de instalación no será amortizado por el escaso número de usuarios. Por otro lado, ahí donde más eficiente se debería haber mostrado la privatización, es decir, en la mejora de la competencia entre empresas para un servicio de mayor calidad, tampoco podemos hablar de triunfo en el caso de Telefónica, ya que dentro de la Unión Europea somos los españoles los que más pagamos por un peor servicio de Internet y en el campo de la telefonía móvil no hay una gran eficiencia en precios, servicio al cliente, etc., ya que éste es el sector empresarial que más denuncias recibe de sus consumidores, según la OCU. Todo ello reviste mayor gravedad si tenemos en cuenta que la banda ancha espera ser desarrollada a partir de subvenciones de la Unión Europea y que, esto que computará como ingresos para antiguos monopolios públicos como Telefónica, lo hacía como gastos cuando esta era una empresa pública.

Cerrábamos el párrafo del éxito de Telefónica antes de su privatización recordando que además daba trabajo estable y bien remunerado a 75.000 españoles, sin dejar de dar beneficios. Esta semana nos hemos levantado con la noticia de una empresa que, al tiempo que reparte dividendos entre sus accionistas por valor de 6.900 millones de euros y “regala” 450 millones de euros a sus 1.900 directivos, anuncia el despido en España del 20% de su plantilla en los próximos años, un total de 5.600 trabajadores, que se suman a los 47.000 empleos recortados desde 1995.

En resumen, nos sentimos orgullosos, como lo hicimos en el siglo XVI del oro y la plata americanos, de unas multinacionales de servicios que poco o nada de valor añadido ofrecen a nuestra economía. Hoy estamos seguros que el oro y la plata beneficiaron a industriales y banqueros genoveses y flamencos y arruinaron nuestra incipiente economía productiva. Me gustaría que alguien fuese capaz de argumentarme en qué beneficia a nuestra economía contar con una multinacional como Telefónica, yo creo que… en nada.

viernes, 8 de abril de 2011

LAS REDES SOCIALES Y LA EDUCACIÓN


Decía el escritor americano Alvin Toffler en su obra Las guerras del futuro (Plaza & Janes: 1994) que la crueldad de éstas aumentaba progresivamente según avanzaba una tecnología que despersonalizaba el hecho de matar. Esto me ha llevado a reflexionar, junto con compañeros de trabajo, de las consecuencias negativas de unas redes sociales que han “globalizado” las amistades y las relaciones sociales, con el riesgo de despersonalizar y banalizar un hecho tan importante como la amistad y, tal vez, volvernos un poco más adolescentes al sentirnos, de nuevo, inseguros ante la necesidad de construir una imagen para los demás, cuya escasa privacidad, nos hace más vulnerables.

Como ilustración de estas ideas y de un posible debate presento en mi blog un extraordinario relato literario construido por el profesor de Geografía e Historia Gonzalo Delgado Ortiz. Espero que, como a mí, les guste y les haga pensar.

Hacía ya un buen rato que había olvidado el propósito con el que encendí el ordenador. Mis buenos deseos de utilizar la red para consultar efemérides históricas o la búsqueda de pensamientos irreverentes en páginas antisistema con las que ayudarme a dar forma a mi negativa concepción del mundo habían sucumbido definitívamente ante un deambular inútil entre contenidos de baja exigencia intelectual. Reivindico mi derecho a la pereza, y pierdo toda esperanza de que el ordenador me de claves para redimir el mundo. Decido introducirme en una conocida red social a ver si tengo algún mensaje que ilumine mi mañana o ¿es ya por la tarde?

La página de inicio es un caleidoscopio de la mediocridad: frases insulsas de amigos que buscan aliviar su soledad, exhibicionismo digitalizado en JPG, enlaces que buscan el chiste fácil... Contenidos que agijonean mi conciencia mostrándome hasta que punto estoy derrochando este bien escaso que es el tiempo.

“Tiene una solicitud de amistad”, leo en una esquina de la pantalla y me interrogo sin demasiado entusiasmo por quién querrá hacerme testigo de sus fotos de familia, de sus ocurrencias y de sus insulsos días de pesca. Leo: “ agrégame, ‘Rebollo’”. Casi he perdido la cuenta del tiempo pasado desde que alguien me llamaba así. Leo el nombre de mi ‘amigo’ el gilipollas del ‘rata’, alguien a quien no soportaba durante mis años en el instituto, los años en que el ‘rata’ y sus acólitos me dedicaban ese nombre de dudoso origen para indicarme el lugar que me correspondía por haberme incorporado más tarde que los demás. La sola mención de ese nombre me saca de mi tranquilidad, me asaltan recuerdos de situaciones a las que durante años no había dedicado ni un solo pensamiento. Me recuerdo rojo delante de Don Benito para no delatar la gamberrada de mis compañeros. Me recuerdo sumergiéndome en la mediocridad para no despertar los instintos homogeneizadores del ‘rata’ y los suyos en forma de colleja. Me recuerdo superando los clásicos rituales iniciáticos a la masculineidad para sentirme parte de esa comunidad de mastuerzos que formábamos. Me acuerdo incluso de aceptar ese mote hiriente que nunca supe porque me cayó encima como nombre de guerra.

Hacía mucho, mucho tiempo, que nadie me llamaba así. El tiempo y el desarrollo de la personalidad me habían hecho alejarme de aquellos que buscaban encorsetar los comportamientos de los demás en normas que no dejaran entre ver su escasa capacidad. Hacía tiempo que no sentía esa antígua ansiedad.

Decido abrir su muro, ahí está, con sus mismos ojos de bobo, con dos hijos a su lado que repiten su mirada bovina. Se le ve feliz al menda, atiborrándose de cerveza en la playa, en las chuletadas familiares acompañado de la cabeza teñida de rubio de bote de mujer. Ninguna de sus 867 fotos agrupadas en 23 álbumes me despierta el mas mínimo interés.

Poco a poco me voy recuperando del susto y dejo de ser el adolescente desvalido en el que me ha convertido la mención de aquel antiguo apodo. Supero definitívamente ( por ahora) el miedo a las collejas y la necesidad de aceptación, y conjeturo sobre el ‘rata’; seguro que su vida es una mierda, seguro que su mujer no le aguanta, seguro que tiene poco sexo. Me lo imagino viendo al Madrid como la única diversión de los domingos. Me lo imagino diciendo que todas las tías son iguales, me lo imagino votante de derechas.

No me lo pienso y decido aceptar su solicitud de amistad. ¡Qué se joda!