Procústeo, hijo de Poseidón, era un sátiro del pasado que ofrecía a sus invitados tumbarse sobre una cama que se ampliaba y reducía a voluntad de su dueño. El mecanismo resultaba ser de hierro, algo curioso en un mundo de dioses y héroes. Cuando el visitante era alto reducía el tamaño de la cama y lo que sobresalía lo cortaba de cuajo. Cuando el visitante era pequeño la aumentaba de tamaño y lo que quedaba dentro de ella lo machacaba a martillazos. Con este horror acabaría Teseo, el héroe que prefirió ser humano que divino, y para el lenguaje quedó como un regalo una palabra rimbombante: procústeo, que como aquella cama inadaptada a sus "clientes" hoy nos sugiere instituciones, personas o situaciones que son excesivamente rígidas y no saben adaptarse a las circunstancias. Y éste sería el mejor calificativo que podríamos atribuir a las instituciones de la Unión Europea.
Hemos visto cómo, ante una modificación del contexto, la Unión Europea no es flexible al cambio y se ha convertido en una utopía en el peor sentido del término, es decir, en un modelo político que no tiene en cuenta el contexto y su evolución. Cuando se creó el euro y la unión monetaria se arbitraron una reglas muy rígidas para contener exclusivamente la inflación. Esto se consiguió estableciendo un límite máximo al déficit (3%) y a la deuda pública (70%) que todo Estado miembro debía cumplir. Cualquier historiador de economía sabe que esto sólo se puede mantener en un contexto de bienestar generalizado y la Unión Europea no había previsto los riesgos de una crisis sistémica. Consideraba que el capitalismo globalizado iba a crecer indefinidamente y no había que plantearse qué hacer cuando los Estados sólo tenían la opción de sacrificase, a través del déficit, y salvar al mercado.
En un primer momento la Unión Europa se tumbó en la cama de Procústeo y mostró el rostro de la incapacidad. Tardó meses en tomar decisiones y los agentes del mercado aprovecharon su rigidez para atacar desordenadamente los mercados de la deuda soberana y ver si podían, como en la crisis de 1993 en la que se expulsó a Inglaterra del Sistema Monetario Europeo, sacar provecho de la situación. En los meses siguientes volvió Europa a tumbarse en la cama de Procústeo y ahora, lo que mostró, fue el rostro de la insolidaridad. Alemania apareció como el benefactor ofendido. Ésta acusó a los griegos de ser vagos, poco trabajadores e incapaces de poner orden en su casa. Amenazó con expulsarlos de la Unión Europea y a todos aquellos estados que no fuesen capaces de tomar decisiones dolorosas para sus ciudadanos. Parece que, al final, Alemania se acordó de que sus bancos habían sido los mayores beneficiados de la deuda griega y que el hecho de que parte de Europa hubiera vivido por encima de sus posibilidades también le había permitido a ella basar su modelo económico en las exportaciones y presentar un superávit comercial de 150.000 millones de euros anuales. Al final resultó que el dinero común utilizado por los griegos para comprar productos de la industria alemana no era tal derroche.
¿Cómo es posible que la Unión Europea no hubiese contemplado esta opción? ¿Cómo es posible que después de esta crisis nadie se plantee la posibilidad de un mayor gobierno económico de la Unión Euorpea? ¿Cómo es posible que la Reserva Federal de Estados Unidos tenga entre sus principios el control de la inflación y asegurar el crecimiento económico y que el Banco Central Europeo se conforme sólo con la primera responsabilidad? ¿Cómo es posible que hayamos cedido la soberanía de nuestras monedas y ni siquiera nos planteemos avanzar en una política fiscal, social y laboral común, cuando cada crisis pone de manifiesto lo disfuncional de esta situación? Preguntas éstas que, por desgracia, no están en la agenda de demandas que los ciudadanos europeos presentan a sus gobiernos, ni siquiera cuando es visible que sólo unidos podemos tener cierto grado de soberanía en un mundo globalizado y de grandes potencias (Estados Unidos, Rusia, China, India, Brasil, etc.). La Unión Europea no debería ser una realidad parcheada donde el egoísmo de los antiguos Estados-nación europeos pesen más que las necesidades del futuro.
Hmmm hmmm
ResponderEliminarQuizás cuando se acordaron los criterios de convergencia de Maastricht se veía la intervención del estado como el problema y nunca como la solución. Ahora, las tornas se han vuelto del revés. Qué país cumpliría hoy esos criterios? La coyuntura económica siempre acaba saltando cualquier tipo de dogma institucional: el único remedio es tener capacidad de decisión rápida, y precisamente eso es lo que no se le puede pedir a la Europa de los estados nacionales. Pathetic!
Por cierto, que desconocía el mito que tomas como interesante metáfora.